martes, 17 de septiembre de 2013

Tengo que dejarte ir. No puedo dejarte ir.




Vuelvo a sentarme cerca de la ventana, desde la que puedo ver a la gente pasar. El tranvía, las aceras, las calles, el bullicio, los pasos... Esa misma ventana, ese mismo aire, esas sensaciones conocidas, cercanas, rutinarias. Cierro los ojos y te vuelvo a ver. Veo la barra de ese bar, las butacas, mi mano agarrando fuerte mi asiento para darme estabilidad y no sentir que me caía a la vez que se caía mi mundo. Vuelvo a ver cómo te vas, cómo te despides, como cierras los ojos y sueltas mi mano. Veo que te vas y tengo ganas de soltarme y correr a abrazarte de nuevo, volver a oler tu cuello, a enredarme en tu pelo y en tu suéter azul. Volver a mirarte como siempre, a verte el alma desde los ojos, a sentir que te entiendo sin que hables, a dormir tan juntos y volver a amanecer siameses. Como antes, como siempre.

Pero no puedo moverme. Tus ojos parecen haberme convertido en piedra y me da miedo hacer algún movimiento y desmoronarme. Me repito incesantemente en mi cabeza que tengo que dejarte ir, y a la vez, que no puedo dejarte ir. Sí. No. Tengo que dejarte ir. No puedo dejarte ir.

Me entretengo mirando una hoja que mece el viento. Los niños juegan en el parque, ríen, saltan, algunos lloran. Unas chicas comen pipas en las escaleras mientras hablan y sonríen. Señoras, mujeres, hombres, corredores, amigos, pandillas... La calle sigue viva y yo, aún muerta desde aquel día en que decidí que no podía dejarte ir, y a la vez, que tenía que dejarte ir.

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